Primera fase del ajuste estructural

Por Carlos Raimundi. En los '70, se determinó, en países como el nuestro, la desarticulación del aparato productivo interno y su transferencia a los grandes grupos concentrados.

Carlos Raimundi

Hacia finales de los 70, Margaret Thatcher asume la jefatura de gobierno en el Reino Unido, y Ronald Reagan hace lo propio en los EE UU, iniciando lo que se conoce como la revolución conservadora de los años '80 en el Norte, que tiene su correlato en la primera fase del ajuste estructural en los países subdesarrollados, particularmente en América Latina.

Aquella primera fase del ajuste estructural determinó, en países como el nuestro, la desarticulación del aparato productivo interno y su transferencia a los grandes grupos concentrados vinculados a matrices externas, gestando el proceso de concentración y extranjerización económica que aún padecemos. Y dejó sentadas las bases de la segunda fase. Dado que la estrategia de endeudamiento fue diseñada con toda la intencionalidad de que no fuera posible pagarlo, nos asfixiaron desde el punto de vista financiero, y a continuación de ello, ante la previsible incobrabilidad de las deudas, se abalanzaron sobre los bienes del Estado, en una especie de ejecución hipotecaria de las deudas soberanas. Eso fueron los '90 en la Argentina, con la correlativa transferencia de activos estratégicos como nuestro petróleo, nuestra energía, nuestras telecomunicaciones, nuestra aerolínea de bandera, y otros múltiples resortes indispensables para nuestro desarrollo.
Reagan termina derrotando al bloque socialista y estableciendo un sistema unipolar de poder, basado en la democracia política y la economía de mercado. Y aplica todo un programa de desregulación, privatizaciones, resignación de las soberanías jurisdiccionales y otras medidas de reducción de las capacidades estatales del mundo subdesarrollado, conocido como el Consenso de Washington.
SEGUNDA FASE. A partir de esos momentos, la década de los noventa se presenta en términos de la política internacional de los EE UU con un rostro menos fundamentalista que el de su predecesor. Se trata del soft power de Bill Clinton frente a la dureza de Reagan, porque debía seducirse a los países recién integrados a la órbita capitalista respecto de los beneficios del nuevo sistema. La etapa de Clinton se inclina por el paradigma del libre comercio por sobre la agresión militar, y desde esa lógica se logran los acuerdos de Oslo entre Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, concluye la cruenta guerra religiosa de Irlanda y se firma el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. No se trata de buenos y malos, sino, más bien, de un imperialismo que fusila y otro que mata lentamente, y que en el caso de México construyó las maquilas de explotación, y no un muro contra los ilegales y decenas de miles de asesinados por el narcotráfico, como haría George Bush una década más tarde.
Concluida la era Clinton, los EE UU permanecen 59 días sin presidente, entre la jornada electoral de noviembre de 2000 y el fallo definitivo de la Corte de La Florida (otro fallo político), que pese a haber obtenido menos votos le otorga el triunfo a George Bush por sobre Al Gore, y restaura los rasgos más duros y sanguinarios del capitalismo financiero. El paradigma del libre comercio de la década anterior es relevado por el de los grupos financieros más concentrados, las empresas petroleras y el comercio de armas.
DISPUTA AL INTERIOR DEL PODER FINANCIERO. Ya en nuestros días, la posición de Barack Obama y de parte del gobierno de los EE UU (no olvidemos que hace menos de dos años el Tea Party tuvo al borde del default interno al gobierno demócrata), así como de otros organismos internacionales es una nueva muestra de la fragmentación del poder interno e internacional de esa potencia, y expresa de alguna manera la disputa de poder al interior del sistema financiero en la que se enmarca la situación argentina, el fallo del juez Griesa y la decisión de la Corte estadounidense. Es decir, no se trata de un imperialismo ejercido por una nación sobre otra, sino de una disputa acerca de cuáles serán los rieles de poder sobre los cuales evolucionará el capitalismo internacional. De un lado, una porción del capital dispuesto a financiar proyectos de desarrollo encarnados a partir de cierta injerencia estatal, de cierta vigencia –cuanto menos formal y testimonial– del principio de soberanía, y del otro lado los grandes conglomerados, con políticas duras que agravian y lesionan severamente la soberanía estatal .