OPINIÓN
La guerra y la paz según Barack Obama

¿Cuántas naciones conviven dentro de un mismo país llamado Estados Unidos? ¿Cuántos idiomas, cuántos colores de piel? ¿Cuántas formas de contacto con la religión, cuántas escalas de valores? ¿Cuántas relaciones con la naturaleza que suponen los rodeos y las cosechas de los farmers, y cuántas con el universo virtual de los yuppies?

Los Estados Unidos han liderado al mundo imponiéndole su identidad a sangre y fuego, y fue tal vez por ser ella misma una sociedad que se abrió a otras identidades que, en las últimas décadas, se convirtió en un conglomerado mucho más complejo que la mayoría anglosajona mechada con descendientes de esclavos africanos que moldearan hace dos siglos sus padres fundadores.

Los Estados Unidos son, al mismo tiempo, república e imperio. Hacia adentro, eligen por voto popular a los fiscales y autoridades policiales a nivel de condados, y no hay juez que pueda prescindir del veredicto de jurados civiles para emitir una condena o una absolución. Hacia afuera, han financiado las dictaduras más atroces. Liberaron a Europa del nazismo, y arrojaron dos bombas atómicas sobre Japón. Albergaron a John Lennon y gestaron al Ku Klux Clan; parieron a Martin Luther King, y luego lo asesinaron.

Ese país, con todas sus contradicciones y complejidades, acaba de votar a un nuevo presidente.

No sólo los resultados, sino el clima que respira el país, hablan de una nueva era. No es tanto, o, tal vez, no se trata “sólo” de los avances sociales de la negritud, porque ni la campaña de McCain se centró en el sustrato racista de una parte de los estadounidenses, ni la de Obama propuso una reivindicación racial como programa. Más bien, el fenómeno de la negritud habría que analizarlo desde la perspectiva del creciente papel de las minorías étnicas y su influencia cultural y cotidiana sobre el conjunto de la sociedad.

Otro tanto sucede con el semblante de Obama, que no proviene de las elites del poder, sino que llegó por un camino autónomo, más ligado a las posibilidades y la esperanza en una movilidad social cada vez más dificultosa. Y tal vez eso sea parte del contenido simbólico que animó a tantas personas a involucrarse en la elección en un número inédito, ya fueran ciudadanos anónimos como figuras del espectáculo, y en especial jóvenes, que a través de internet recolectaban, en pequeñas cuotas, fondos para su campaña.

Por todo esto, está claro que lo que para nosotros marcará la diferencia no es el “abuenamiento” de las políticas de los Estados Unidos hacia América Latina. Los factores de poder que condicionan a su presidente –a éste y a cualquier otro– seguirán presentes. Tal vez lo diferente sea en nombre de qué patrones simbólicos este nuevo presidente, joven y mulato, se siente a la mesa a discutir con ellos. Ya no será en el único nombre de los mercados, porque hay de por medio un compromiso con lo social.

Tampoco lo será solo en nombre del despliegue de tropas, de las invasiones, de la violación de los tratados internacionales, de la base de Guantánamo. Tal vez lo sea en nombre del diálogo, del respeto por el que no es igual, de la integración de los más débiles, no ya en el interior de su país, sino en el mundo. América Latina debe pugnar para incidir en que así sea.

* Diputado nacional (Solidaridad e Igualdad). Miembro de la Comisión de Relaciones Exteriores y Culto.