Río Cuarto, 16 de mayo de 2015

Uno de los objetivos más buscados y mejor logrado históricamente por el discurso hegemónico del poder real ha sido el mantenerse oculto.

En consecuencia, uno de los mayores avances del campo popular en la ‘batalla cultural’ en la que estamos inmersos –y que el poder menos perdona- ha sido poner como un eje central de debate la disputa por el poder, visibilizar al poder, denunciarlo explícitamente.

El poder estuvo históricamente acostumbrado a manejar a los gobiernos, y al mismo tiempo ponerlos en el primer lugar de exposición ante la sociedad. Esto, de la mano de asociar política con ineficiencia y corrupción. De tal modo que, una vez agotado el veranito de ese gobierno o bien si se trata de un gobierno indócil frente a sus mandatos, la sociedad lo primero que estigmatiza es al gobierno y a la política, y los poderes reales –ocultos detrás de ese remanido y perverso recurso- se mantienen intactos para recomenzar el circuito.

Primera conclusión, reivindicar la centralidad que ha tomado en la agenda pública el debate sobre la disputa de poder. Esto incrementa sustancialmente la calidad del debate democrático.

El poder no necesita la política, porque construye sentido desde sus propios aparatos ideológicos. Los grupos de poder con gran capacidad de formar opinión; los establecimientos educativos de elite; los economistas que desfilan por los medios de comunicación hablando en nombre del saber, cuando en realidad son lobistas del poder, y enviando informes apocalípticos al exterior sobre el estado de nuestra economía; las grandes cadenas mediáticas; y, últimamente, las vidrieras de las grandes cadenas de libros publicitando un libro sobre ‘la década robada’ por Néstor y Cristina Kirchner.

En esta línea de razonamiento, el poder hace todo lo posible por desacreditar a la política. En ‘la mesa del poder’, donde están sentados todos estos sectores, la única silla que puede representar a los sectores populares es la de la política. La política es el único instrumento con que cuentan los sectores humildes y populares para disputar el poder. Es así que han creado con mucha astucia, a lo largo de décadas de dominación, un dispositivo cultural según el cual muchos sectores sociales ven con absoluta naturalidad a las conducciones prolongadas de los factores de poder –que se repiten por décadas- mientras que al mismo tiempo se escandalizan de la reiteración de los mandatos de la política, y piden que lo único que rote en esa ‘mesa de poder’ sea la política. Y esto tiene un objetivo muy obvio: debilitar a la política e interrumpir aquellas políticas públicas establecidas con un sentido social.

Por eso, Magnetto sólo le financia a Lanatta un helicóptero para sobrevolar la propiedad de un político. Jamás lo haría para investigar la fortuna de un gran empresario o de un representante de los mercados. Jamás lo haría para sobrevolar la vivienda de quienes construyeron torres monumentales como negocio financiero, que permanecen vacías mientras decenas de miles de personas carecen de vivienda. Jamás lo haría para sobrevolar la vivienda de quienes acumulan tasas abusivas de ganancia detrás de los aumentos de precios, mientras en los mercados comunitarios esos mismos productos cuestan mucho más barato. Jamás lo haría para sobrevolar la vivienda de un banquero que no presta dinero a la producción, de modo de elevar la oferta y bajar los precios, sino que presta sólo al consumo a tasas usurarias. Jamás lo haría porque su objetivo es destruir a la política a expensas de los capitales privados.

Si trazáramos una línea de tiempo con los momentos históricos de mayor retroceso del campo popular, veríamos su coincidencia con los momentos de mayor despolitización. Ya sea por vía del genocidio, del terrorismo de Estado, del miedo, o de la exaltación del individualismo por sobre lo colectivo, pero siempre despolitización. Los momentos de avance popular, en cambio, van acompañados de una fuerte recuperación de la política.

El discurso del poder se pretende a-histórico, despojado de toda contextualización histórica. No se hace cargo de la historia, es puro presente. No obstante, es necesario situarnos en el plano de la continuidad histórica de determinados intereses, y a partir de ello analizar cómo se posicionaron ante capítulos clave de nuestro devenir político reciente. Y puestos en ese análisis, veremos que fueron precisamente quienes procuran ubicarse en el centro mismo de la ‘institucionalidad democrática’, los mismos que han sostenido históricamente los bombardeos a la Plaza de Mayo, los fusilamientos de 1956, la proscripción de las mayorías, hasta el último genocidio. Y todo ello, reitero, en nombre de la ‘institucionalidad’.

Otro rasgo del discurso del poder es estar des-comprometido del contexto geográfico. Postulan tomar el ‘ejemplo de Brasil’, al mismo tiempo que reprochan las suspensiones ocurridas en la industria automotriz. Pero no conectan que la presente caída, aunque leve, de la venta de automóviles, se explica por la prolongada recesión brasilera. Admiran el flujo de dólares de la economía chilena, sin reparar el peso de los actores privados en un sistema como el chileno, donde tan sólo el 6% de las relaciones laborales se rigen por la negociación entre las partes, frente al 96% de las relaciones laborales formales en nuestro país. Bastaría que Chile tan sólo duplicara ese porcentaje, para que veamos cómo se retira ese mentado flujo de dólares de su sistema financiero.

Sigamos desmontando, pues, tornillo por tornillo y tuerca por tuerca, el discurso de los grupos de poder. Sin renunciar a tratar algunos temas de agenda impuestos por ellos, bajo el argumento de que no debemos concederles la posibilidad de ‘fijar agenda’. No debemos hacernos cargos de su discurso cuando los temas que intenta imponer el poder se circunscriben a sus propios voceros. Pero si, debido a su potencia y su persistencia, esos temas se capilarizan en sectores que deben formar parte de nuestro propio bloque social, entonces sí debemos tomar nota de ellos, y re-significarlos desde la perspectiva de los intereses populares que representamos.

Otro de los objetivos omnipresentes en la construcción de sentido que formula la derecha es profundizar la brecha entre sectores medios y sectores populares. Trátese del tema que se trate –inseguridad, saqueos, protesta social, movilizaciones públicas- y ya sea en noticieros, programas de debate, magazines y hasta en la propia ficción, el discurso dominante trasunta el odio hacia los sectores trabajadores, sindicales, pobres y marginales. Estigmatizan ciertos ámbitos comunitarios, ciertos hábitos de vida, ciertas prácticas, vestimentas y hasta cierto porte físico con los cuales identifican a la pobreza, y consiguen, no sin éxito, que las capas medias les teman, los agredan o los desprecien, sin más. Intentando fracturar, con ello, la alianza social que más posibilidades tiene en sí misma de resistir y doblegar al proyecto oligárquico históricamente dominante en nuestro país y en la región.

Correlativamente con esto, denostan la organización popular. Es decir, plantean como políticamente correctas, aquellas movilizaciones producto del individualismo, alentadas desde las grandes cadenas de medios-. Estas movilizaciones no tienen posibilidad alguna de construir un sujeto colectivo, sin liderazgo unificado, unidad de concepción ni objetivos comunes. Al estar configuradas a partir de ese individualismo exacerbado, cada individuo expresa una demanda particular, aislada, y a partir del intersticio dejado entre su demanda y el de otro individuo, se convierten en objetos pasivos de un proyecto de poder y de sociedad elaborado eminentemente por fuera de ellos. No hay sujeto social ni político. Cuando se denosta aquellas marchas que se integran a partir de las organizaciones sociales acusando a los asistentes de concurrir a cambio de una prebenda, lo que se persigue es, por un lado, descalificar a las organizaciones convocantes, y, por otro lado, atacar la posibilidad de integración de un sujeto social y político cohesionado, integrado a partir de un liderazgo unificador, una unidad de concepción o cosmovisión común, y una esperanza o destino compartidos.

Otro de sus objetivos: enemistar a la sociedad con el Estado, mostrándolo como un agente de corrupción e ineficiencia, en detrimento de su principal función de promoción de derechos.

Un tema polémico que también debe ser desmontado desde una construcción discursiva contra-hegemónica, es la utilización de la cadena nacional de medios.

Ninguna persona ostenta mayor legitimidad político-electoral que un Presidente. O una Presidenta. Y si los medios hegemónicos fueran verdaderamente republicanos e ‘independientes’ –de lo cual se precian falsamente- informarían acabadamente las iniciativas presidenciales. Al no hacerlo, obligan a la autoridad legítima del país a que recurra a las herramientas institucionales de que dispone para la divulgación de sus acciones. Aún así, se trata de una cadena que podría calificarse como ‘defensiva’, si se la compara con la uniformidad aplicada por las cadenas hegemónicas en términos de la información emitida, su tratamiento, intensidad, modalidad, estilo y repetición hasta el infinito a todas las horas del día.

También debe ser debatida la pauta publicitaria. No sólo la oficial, sino en su totalidad. Los grupos económicos, y sus voceros en el ámbito político, insisten con el reiterado argumento de que la pauta publicitaria oficial debe ser regulada por cuanto su financiamiento proviene ‘del bolsillo de todos los argentinos’. En este tema cabe una primera aclaración, y es que la partida para la publicidad oficial alcanza tan sólo el 6% del total de la pauta publicitaria. La segunda aclaración es que la publicidad de las grandes firmas privadas, también proviene de los recursos de todos los argentinos, que son quienes consumen sus productos. Si han conseguido esos recursos a través de su tasa de ganancia, es, inclusive, porque las políticas públicas han hecho lo suyo en términos de posibilitarles dicho crecimiento en las ventas. Es decir, en un caso vía impuestos, en el otro vía consumo, son los ciudadanos y ciudadanas quienes financian el total de la pauta publicitaria de un país, y, por lo tanto, el tema debe abordarse en su totalidad. En la práctica, los medios más poderosos suelen ejercer una gran presión sobre las empresas para impedir que anuncien en los medios más pequeños, incrementando la tendencia monopólica. No obstante todo esto, los grandes medios han naturalizado la idea de que actúan a voluntad sobre el 94% de la pauta privada, y además aspiran a imponerle al Estado –legitimado por las mayorías- lo que debe hacer con el 6% restante. El campo popular debe invertir este razonamiento construido astutamente por el discurso hegemónico, y plantear que, por el contrario, es el Estado quien tiene la legitimidad necesaria para regular los destinos de la pauta publicitaria general –pública y privada- con un sentido democrático. Lejos de interferir en la libertad de expresión, el abordaje integral de la pauta publicitaria es una medida democratizadora. Aquí también es la intervención activa del Estado quien democratiza.

Por último, dos palabras sobre nuestro sistema judicial. Un sistema judicial que procesa a quien roba una bicicleta –lo que no está mal-, pero perdona a quien le saca del bolsillo el 13% de los salarios y jubilaciones a los ciudadanos. Es decir, que está preparada para la defensa a ultranza de la propiedad privada individual, sumida en el más profundo y recalcitrante liberalismo, y tolera al mismo tiempo la depredación y el saqueo del patrimonio colectivo.

Desde esta perspectiva, luego de cuatro años la Corte Suprema declaró la constitucionalidad de la Ley de Medios. Su texto establecía el plazo de un año para la adecuación a los límites anti-monopólicos dispuestos en ella, a aquellos grupos que se excedieran de la cantidad de licencias que la propia ley permite. Al posponerse por cuatro años su vigencia por razones judiciales, el grupo dominante no sólo usufructuó del año permitido, sino de los tres años de falta de incumplimiento de la ley, para facturar la tarifa de cable mes por mes y abonado por abonado, con lo cual pudo financiar el salto tecnológico de estos últimos años, en detrimento de los sectores sin fines de lucro que la ley reconoce, que son los más débiles financieramente, y que no pudieron obtener esos recursos por un capricho contra-mayoritario y no democrático de nuestro sistema judicial ultraliberal.

Mi mensaje final es esperanzador. Tomaré sólo el ejemplo de muchas Universidades públicas, como la mayoría de las del conurbano de la Provincia de Buenos Aires. El hecho de que el grueso de sus estudiantes proviene de familias muy humildes y constituyen una primera generación de univeristarios, es una señal muy clara de la movilidad social ascendente de estos años. Ellas y ellos recibirán, al cabo de su carrera, un nivel de conocimientos y una oportunidad de ingresos propios de las clases medias. Pero, a partir de una formación humanista, es de esperar que no reproduzcan el pensamiento aburguesado e individualista de vastos sectores medios tradicionales de nuestro país, sino que sean portadores de una estructura de pensamiento más acorde con su pertenencia social y agradecida de las políticas públicas que le permitieron ese ascenso social, de modo de constituirse en protagonistas de la contra-hegemonía cultural que tanto trabajo nos está costando.-